Cuatro muchachos estaban sentados, una noche de verano, en las escaleras del Ayuntamiento. Subiendo la cuesta que bajaba a los malecones, se acercó un joven de unos veinticinco años. Iba silbando desenfadadamente.
–Ahí llega el Lucas, a contarnos alguna de sus trolas –dijo Javier.
–Hola, chavales –dijo el Lucas–. ¿Qué hacéis? ¿No vais a por sandías esta noche?
–¿Nosotros? –dijo Pedro–. Qué va.
–Bueno, sé que estáis dándole vueltas al magín, pero os lo advierto, ni se os ocurra ir al melonar del Eulogio.
–¿Es que está en la cabaña? –preguntó David.
–No. Estará acostado. Pero, ¿conocisteis a Gabriel, el de los
Rastrojos? Sois muy chicos.
–Hemos oído hablar de él –dijo Juan–. Y hemos visto su lápida en el cementerio.
Los cuatro muchachos iban de vez en cuando al cementerio a mirar las tumbas.
–Gabriel era tío-abuelo del Eulogio. El melonar está en una de las tierras que pertenecieron a Gabriel
Rastrojo. Y, os lo aseguro, ése si que no salía de la cabaña. Era un tipo muy raro.
–Eso he oído decir –dijo Pedro–. ¿Tan malo era?
–No era malo. Ni bueno tampoco. Es sólo que no hablaba mucho, y parecía que estaba todo el rato pensando.
–Pues yo he oído decir a mi abuelo, que de mozo fue amigo suyo –dijo Juan–, que al principio no era así, pero que luego cambió.
–Es verdad lo que dice tu abuelo. Gabriel fue un mozo alegre; se divertía como el que más, y tenía muchos amigos.
–Entonces, ¿qué pasó? –preguntó Javier–. ¿Por qué se puso a pensar, así, de buenas a primeras?
–No sabría decirlo. Pero creo que todo empezó cuando fue a la feria de Arévalo y se compró aquella mula. Era una mula de color marrón muy oscuro, algo flaca, que tenía unos ojos negros y pequeños; y esos ojos asustaban tanto que ni las moscas se atrevían a molestarlos.
–Ya –dijo David–. Es otra de tus trolas, ¿no?
–Yo nunca cuento trolas, chaval. Aunque no voy a misa.
–Pues explícanos lo de esa mula –dijo Pedro.
–Era una mula muy rara. Todas las mulas son tercas, pero ésta era una mula que rumiaba y pensaba. Gabriel se había encaprichado de esa mula, por la que pagó mucho dinero, y se negaba a tratarla a palos. Así que la mula se hizo muy fina. Y ya me diréis para qué sirve una mula muy fina. Para eso se compra uno un gato.
–Pero, ¿para qué quería la mula? –preguntó Juan.
–Pues la quería para atarla al carro, y llevar a vender las verduras de la huerta, y las sandías y melones del melonar. Un día, a la hora del almuerzo, a Gabriel
Rastrojo se le ocurrió darle un trozo de pan con mantequilla. Y, a la mañana siguiente, cuando iba a engancharla al carro, la mula no le hizo ningún caso. Gabriel enseguida cayó en la cuenta de que la bestia reclamaba su pan con mantequilla. Así que le dio otro trozo.
–O sea, que la mula se hizo adicta al pan con mantequilla –dijo Pedro.
–Era una mula muy fina y pensativa, y, si no le daban su pan con mantequilla, no hacía nada. Y fue entonces cuando Gabriel
Rastrojo empezó a ser asunto de las habladurías, porque los del pueblo enseguida se enteraron, y le decían: «¡Habráse visto! Pan con mantequilla, en mi vida he oído cosa igual». Pero esto se lo decían cuando iba solo, porque cuando iba con la mula nadie se atrevía a decirle nada. Y es que aquella mula, con su mirada negra y silenciosa, inspiraba respeto.
–Entonces, ¿siguió dándole el pan con mantequilla? –dijo Juan.
–No le quedó otro remedio, si es que quería que la mula colaborase. Durante una semana le puso pasto en la cuadra, pero aquella mula ya no quería otra cosa más que pan con mantequilla; la mula no hablaba, aunque a veces parecía que habría podido hacerlo si le hubiese dado la gana, pero lo dejó bien clarito. Y el
Rastrojo tuvo que dar su brazo a torcer, tras pensárselo mucho.
–¿Y por qué no vendió la mula? –preguntó Javier.
–¡Como si no lo hubiera intentado un montón de veces, a pesar de lo que quería a aquella mula! Pero ya te digo que la gente lo sabía, y no sólo en este pueblo, sino en todos los pueblos vecinos. Una vez se la llevó incluso hasta la feria de Medina del Campo, que está en la provincia de Valladolid, y allí intentó vender esa mula, pero, en cuanto lo vieron llegar, le dijeron: «Márchate por donde has venido, más te vale. Sabemos que esa mula sólo come pan con mantequilla». Decían esto sin mirar a la mula, porque la mula parecía que estaba pensando y que entendía las palabras.
–¿Y qué ocurrió luego? –dijo David.
–Que a Gabriel
Rastrojo le dio por casarse. Así que volvió a meter la pata. Más le hubiera valido quedarse solo con su mula. Porque la mujer con la que se casó era peor que la mula.
–¿También era pensativa y silenciosa? –preguntó David.
–¿La Eustaquia? No he conocido persona más charlatana en toda mi vida. Decía lo primero que se le ocurría, sin pararse a pensar. Estaba claro desde el principio que no podía llevarse bien con la mula, ni con su marido.
–¿Y por qué se casó con ella? –dijo Pedro–. ¿Era buena moza?
–No era de mal ver, aunque algo entrada en carnes. Y, con el tiempo, se puso gorda como un hipopótamo.
–Y ella, ¿por qué se casó con él? –dijo Juan–. ¿Es que no sabía lo de la mula?
–Claro que lo sabía. Pero creo que le gustaba Gabriel, que era un hombre delgado y alto, no mal parecido, y, como ella era tan parlanchina, le iba de perlas que él se hubiera vuelto tan silencioso.
–¿Y por qué fueron mal las cosas? –preguntó David.
–Porque pasaron los años y no tuvieron hijos. Se quedaron los dos solos, con la mula. Y la mula y la Eustaquia se llevaban a matar. La Eustaquia decía que ninguna mula terca se iba a reír de ella. Lo que hizo el primer día fue ir a la cuadra con un pedazo enorme de pan untado con mantequilla. La mula la obsevó pensativa y desafiante, porque esa mula, estaba claro, ya se olía algo. Entonces la Eustaquia empezó a zamparse, ante los hocicos de la mula, el pan con mantequilla. Los ojos de la mula parecía que echaban chispas y la boca se le torció como haciendo una mueca burlona y horrible, que hubiera asustado a cualquiera, menos a la Eustaquia. En esto llegó Gabriel
Rastrojo, se quedó pasmado al contemplar la escena, y dijo: «Eustaquia, a ti no te gusta el pan con mantequilla». Y la Eustaquia dijo señalando a la mula: «A mí no, pero a
ella sí». La mula cerró sus ojos negros. Y desde entonces, todas las mañanas y tardes, la Eustaquia hacía lo mismo: ir a la cuadra a zamparse unos trozos enormes de pan con mantequilla, aunque no le gustaba, delante de la mula. Por eso se puso tan gorda como un hipopótamo. A la mula le daba sólo unos hierbajos que la ayudaban a sobrevivir, pero ya no volvió a salir de la cuadra.
–Entonces fue cuando Gabriel se hizo tan raro y silencioso –dijo Javier.
–Algunos sentían lástima por él, y decían que a cualquier persona que tuviera a esa mula y esa mujer le habría pasado lo mismo. Gabriel empezó a quedarse día y noche en la cabaña de su melonar, que estaba en la misma tierra donde tiene ahora el melonar el Eulogio. Un día de verano lo encontraron dentro de la cabaña, dormido, y ya había dejado de pensar para siempre. Por eso os digo, chicos, que si vais a por sandías esta noche, no se os ocurra ir al melonar del Eulogio. Porque ése era el melonar de Gabriel, y muchos lo han visto por allí, junto a la cabaña.
El Lucas se despidió y se alejó silbando.
–Es una trola del Lucas –dijo Pedro–. He oído que Gabriel
Rastrojo murió en su cama de unas fiebres. Pero nos ha hecho pasar el rato. Mañana por la noche iremos a por sandías al melonar del Eulogio.
Los cuatro chicos lanzaron una mirada a la Osa Mayor y se despidieron.
Un cuento de niki