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jueves, 12 de mayo de 2022

la vida es un sueño un poco menos inconstante


 




386. Si soñáramos todas las noches con la misma cosa, nos afectaría tanto como los objetos que vemos todos los días.  Y si un artesano estuviera seguro de soñar todas las noches, durante doce horas, que es rey, creo que sería casi tan feliz como un rey que soñara todas las noches, durante doce horas, que es artesano.

Si soñáramos todas las noches que somos perseguidos por enemigos y agitados por estos penosos fantasmas, y que pasáramos todos los días con diversas ocupaciones, como cuando se hace un viaje, se sufriría tanto como si esto fuera verdadero y se tendría tanto miedo a dormir como el que se tiene a despertar cuando se teme estar, efectivamente, en semejantes desgracias.  Y, en efecto, produciría esto poco más o menos los mismos males que la realidad.

Pero como los sueños son todos diferentes, y como uno mismo se diversifica, lo que se ve en ellos afecta mucho menos que lo que se ve durante la vigilia a causa de la continuidad, la cual no es, sin embargo, tan continua e igual que tampoco cambie, sino menos bruscamente, sino raras veces, como cuando se viaja; y entonces se dice: «Me parece que sueño»; porque la vida es un sueño un poco menos inconstante.

 

Pascal, Pensamientos

Espasa-Calpe, Madrid, 1962, sexta edición

Traducción de X. Zubiri

domingo, 13 de marzo de 2022

cómo se salvó wang-fô


 




A una seña del dedo meñique del Emperador, dos eunucos trajeron  respetuosamente la pintura  inacabada donde Wang-Fô había trazado la imagen del cielo y del mar. Wang-Fô se secó las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le recordaba su juventud. Todo en él atestiguaba una frescura de alma a la que ya Wang-Fô no podía aspirar, pero le faltaba, no obstante, algo, pues en la época en que la había pintado Wang, todavía no había contemplado lo bastante las montañas, ni las rocas que bañan en el mar sus flancos desnudos, ni tampoco se había empapado lo suficiente de la tristeza del crepúsculo.  Wang-Fô eligió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el mar inacabado,  amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus pies, desleía los colores; hacía esta tarea bastante mal, y más que nunca Wang-Fô echó de menos a su discípulo Ling.

Wang empezó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada en una montaña. Luego añadió a la superficie del mar unas pequeñas arrugas que no hacían sino acentuar la impresión de su serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo singularmente húmedo, pero Wang-Fô, absorto en su pintura, no advertía que estaba trabajando sentado en el agua.

La frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los remos se elevó de repente en la distancia, rápido y ágil como un batir de alas. El ruido se fue acercando, llenó suavemente toda la sala y luego cesó; unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas de los remos del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro al rojo vivo destinado a quemar los ojos de Wang  se había apagado en el brasero del verdugo. Con el agua hasta los hombros, los cortesanos, inmovilizados por la etiqueta, se alzaban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fin a nivel del corazón imperial. El silencio era tan profundo que hubiera podido oírse caer las lágrimas.

Era Ling, en efecto. Llevaba puesto su traje viejo de diario, y su manga derecha aún llevaba la huella de un enganchón que no había tenido tiempo de coser aquella mañana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía alrededor del cuello una extraña bufanda roja.

Wang-Fô le dijo dulcemente, mientras continuaba pintando:

—Te creía muerto.

—Estando vos vivo —dijo respetuosamente Ling—, ¿cómo podría yo morir?

Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en el agua, de suerte que Ling parecía navegar por el interior de una gruta. Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Emperador flotaba como un loto.

—Mira, discípulo mío —dijo melancólicamente Wang-Fô—. Esos desventurados van a perecer, si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante agua en el mar para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?

—No temas nada, Maestro —murmuró el discípulo—. Pronto se hallarán a pie enjuto, y ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan sólo el Emperador conservará  en su corazón un poco de amargor marino. Estas gentes no están hechas para perderse por el interior de una pintura.

Y añadió:

—La mar está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos están haciendo sus nidos. Partamos, Maestro, al país de más allá de las olas.

—Partamos —dijo el viejo pintor.

Wang-Fô cogió el viejo timón y Ling se inclinó sobre los remos. La cadencia de los mismos llenó de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a a ser columnas. Muy pronto, tan sólo unos cuantos charcos brillaron en las depresiones del pavimento de jade. Los trajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en la orla de su manto.

El rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre una mesita  baja. Una barca ocupaba todo el primer término. Se alejaba poco a poco, dejando tras ella un delgado surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía  el rostro de los hombres sentados en la barca, pero aún podía verse la bufanda roja de Ling y la barba de Wang-Fô, que flotaba al viento.

La pulsación de los remos fue debilitándose y luego cesó, borrada por la distancia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô, que ya no era más que una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó, desplegándose sobre el mar. Finalmente, la barca viró en derredor a una roca que cerraba la entrada a la alta mar; cayó sobre ella la sombra del acantilado; borróse el surco de la despierta superficie y el pintor Wang-Fô y su discípulo Ling desaparecieron para siempre en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar.

 

Marguerite Yourcenar, Cuentos orientales

Ediciones Alfaguara, Madrid, 1982

Traducción de Emma Calatayud

domingo, 16 de mayo de 2021

la historia de leaf


 




La señora Dewy se acercó, hablando a una persona y mirando a otra.

—Qué alegría, sí. Siempre pasa lo mismo cuando una pareja se entiende tan bien como Dick y Fancy.

—Eso será cuando no son demasiado pobres y tienen tiempo de cantar —dijo el abuelo James.

—¿Queréis saber, vecinos, cuándo llegan las estrecheces? —dijo el buhonero—. Cuando las botas de la hija mayor son solo una talla menor que las de la madre y el resto de la prole la sigue de cerca. ¡Esos son malos tiempos para un hombre, hijos míos! Muy malos tiempos. Me parece a mí que es entonces cuando le cortan la cresta al gallo.

—Así es, poco más o menos —asintió el señor Penny—. ¡Uno se queda de piedra cuando tiene que medir las hormas de madres e hijas para diferenciarlas!

—Tú no tienes motivos para quejarte de que los hijos vengan tan seguidos, Reuben —dijo la señora Dewy—. ¡Dios sabe cuánto se rezagaron los nuestros!

—Lo sé, lo sé —contestó el buhonero—. Y tú eres una mujer muy buena, Ann.

La señora Dewy esbozó una sonrisa y la borró sin llegar a sonreír.

—Y cuando vienen juntos se van juntos —dijo la señora Penny, porque en su familia ocurría lo contrario que en la del buhonero—. Con un poco de dinero se tolera mejor tanto una suerte como la otra. Y yo sé que esta parejita puede ganar dinero.

—¡Sí que puede! —saltó la impulsiva voz de Leaf, que hasta ese momento había estado admirando la escena humildemente desde un rincón—. ¡Se puede! ¡Solo hacen falta unas pocas libras para empezar! Nada más. ¡Me sé una historia que habla de eso!

—Cuéntanos tu historia, Leaf —dijo el buhonero—. No sabía que fueras tan listo para contar una historia. ¡A callar todos, que el señor Leaf va a contar una historia!

—Cuenta tu historia, Thomas Leaf —dijo el abuelo William, en el tono de un maestro de escuela.

—Había una vez —dijo el complacido Leaf, con voz titubeante— un hombre que vivía en una casa. El hombre se pasaba el día y la noche pensando y pensando. Al final, como podría haberme pasado a mí, pensó: «Con solo diez libras que tuviera podría amasar una fortuna». Y al final entre unas cosas y otras ¡consiguió las diez libras!

—¿Quién lo diría? —señaló Nat Callcome satíricamente.

—¡Silencio! —ordenó el buhonero.

—Bueno... Ahora viene la parte interesante. En poco tiempo convirtió las diez libras en veinte. Luego, poco después, las duplicó, y ya tenía cuarenta. Así siguió, y un buen tiempo después tenía ochenta y luego cien. Y poco a poco ¡llegó a las doscientas! No lo creeréis pero siguió y siguió y ¡llegó a las cuatrocientas! Siguió y... ¿qué hizo? Pues ¡llegó a las ochocientas! Sí, eso hizo —continuó Leaf, animadísimo, dándose puñetazos en la rodilla con tanta fuerza que se echó a temblar de dolor—. Y así siguió hasta que llegó ¡A MIL!

—¡Lo que hay que oír! —dijo el buhonero—. ¡Eso es mejor que la historia de Inglaterra, hijos míos!

—Gracias por tu historia, Thomas Leaf —dijo el abuelo William. Y Leaf volvió a convertirse poco a poco en nada.


Thomas Hardy, Bajo la verde fronda

Alba Editorial, Barcelona, 2019

Traducción de Catalina Martínez Muñoz

lunes, 19 de abril de 2021

un sueño de ruskin


 




[...] os referiré un sueño que tuve una vez. Porque, aunque no soy poeta, tengo sueños a veces: Soñaba yo que estaba en una fiesta infantil en el primero de Mayo, en la que todo medio de diversión había sido preparado por un huésped sabio y bueno. Era en un casa suntuosa, con bellos jardines; los niños estaban en libertad en las habitaciones y en los jardines, sin otro cuidado que el de que pasaran la tarde alegremente. No sabían mucho, en realidad, sobre lo que les esperaba al día siguiente; algunos me parecieron un poco temerosos, porque había cierta posibilidad de que fueran enviados a una nueva escuela donde había exámenes, pero lo mejor que podían desechaban tales pensamientos y determinaron divertirse también. La casa, como digo, estaba en medio de un bello jardín, y en éste había toda clase de flores; frescos montículos llenos de hierba, para descansar, y praderas llanas, para jugar, y gratas fuentes, y bosques y rocas para trepar por ellas. Y los niños fueron felices durante un poco de tiempo, pero después se separaron en grupos y entonces cada grupo declaró que una porción del jardín era de su propiedad, con exclusión de ella de los demás. Luego se pelearon por los trozos que tendrían y, últimamente, los niños tomaron la cosa, como hacen los niños, es decir «prácticamente» y riñeron sobre los macizos de flores hasta que apenas quedó una flor en pie; pisotearon los trozos de sus rivales llenos de cólera; las muchachas gritaron hasta que no pudieron más; y, por fin, todos se tendieron sin aliento sobre las ruinas y esperaron la hora en que habían de ser llevados a casa por la tarde (1).    

Mientras tanto, los niños que estaban en la casa habían sido felices también a su modo. Para ellos se había dispuesto todo género de placeres posibles bajo techado: había música para que bailaran; la biblioteca estaba abierta, con toda clase de libros divertidos y había un museo lleno de las conchas más curiosas y pájaros y toda clase de animales; un taller, con tornos e instrumentos de carpintería, para los niños ingeniosos; preciosos y fantásticos vestidos para que se los pusieran las niñas; microscopios y caleidoscopios; y cuantos juegos puede imaginar una criatura, y una mesa, en el comedor, provista de toda clase de manjares delicados.

Pero, en medio de todo esto, insinuaron dos o tres de los niños «más prácticos» que querían algunos de los clavos con cabeza de latón que tachonaban las sillas, y en vista de ello se pusieron a la tarea de sacarlos. Al punto, a los otros, que estaban leyendo o hablando de las conchas, se les antojó hacer lo mismo, y, al poco tiempo, casi todos se herían los dedos arrancando clavos. Con todos los que pudieron arrancar no se quedaron satisfechos y entonces, cada uno quiso los que poseían los otros. Por último, los realmente prácticos y razonables, declararon que nada tenía verdadera importancia aquella tarde, salvo conseguir muchos clavos con cabeza de latón, y que los libros, las conchas y los microscopios, no tenían utilidad por sí mismos, sino en cuanto servían para ser cambiados por cabezas de clavos, y, por último, empezaron a pelear por las cabezas de clavos, como los otros habían luchado por los trozos de jardín. Solamente aquí o allá, un despreciado se acurrucaba en un rincón y trataba de conseguir un poco de tranquilidad con un libro, en medio del tumulto; pero todos los prácticos no pensaban en otra cosa que en cortar cabezas de clavos durante toda la tarde, aunque sabían que no se les permitiría llevarse ni un trozo de latón. Pero no importaba. La cosa era: ¿Quién tiene más clavos? «Yo tengo ciento y vosotros cincuenta, y, yo tengo un millar y vosotros, dos. Necesito tener tantos como vosotros antes de irme, o no podré irme en paz.» Al final hacían tanto ruido que me desperté, y pensé para mí: Qué injusto es este sueño, referido a los niños. El niño es el padre del hombre, y más juicioso. Los niños no hacen nunca locuras de ésas. Solamente las hacen los hombres.

 

(1) Se me ha preguntado a veces lo que significa esto. He intentado poner de manifiesto la sabiduría de los hombres que guerrean por reinos, y lo que sigue para expresar su sabiduría en la paz, luchando por la riqueza.

 

John Ruskin, Sésamo y lirios

Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1950

Traducción de Antonio Dorta  

domingo, 27 de septiembre de 2020

edith piaf (1915-1963)

 





Su carrera se ha hecho leyenda. La historia de su vida parece mera ficción, pero sucedió en realidad. La mujer a quien llamaron «La Voz de París» nació en una acera parisina. La leyenda dice que dos gendarmes sirvieron de comadronas. Cuando su madre la abandonó, la niña perdió la vista. Sucedió esto antes que tuviera dos años. Su abuela, que se hizo cargo de la niña, no desesperó. Profundamente religiosa, la vieja señora la llevó a la ciudad de Lisieux y allí rezó a la santa patrona, Thérèse de Lisieux. Esta abuela se llamaba Louise, y rezó para que la santa curase a su nieta el día de Santa Louise, que es el 25 de agosto. Y el 25 de agosto la joven Edith Piaf recuperó la vista. Se aclamó el hecho como un milagro. Piaf meramente refería las circunstancias y añadía: «Milagro o no, lo agradeceré siempre». (Piaf tuvo una estatua de la santa en su mesilla de noche durante el resto de su vida).

A la edad de siete años, mirando el mundo como por primera vez, Edith Piaf no tenía tiempo para la infancia. Su padre, un acróbata circense, descubrió que ella sabía cantar. La llevó de esquina en esquina, haciendo el recorrido de bistrós, cafetuchos, garitos, cualquier lugar donde la oyeran. El trabajo era duro y, a los quince, abandonó a su padre. Sin embargo, había aprendido el lenguaje de la vida; conocía íntimamente las alegrías y miserias de las mujeres y los hombres comunes. Y había aprendido a cantar ante cualquier tipo de público.

No logró suscitar el interés de ningún empresario, y siguió cantando por las calles. Era tan orgullosa que rehusaba aceptar las monedas que la gente lanzaba a sus pies. Afortunadamente, una amiga que iba con ella no desdeñaba esas monedas.

El drama, tenazmente, seguía sus pasos. Louis Leplée, propietario de un club, la escuchó y la contrató un tiempo a prueba. Algunos meses más tarde, Leplée fue robado y asesinado. Arrestaron a Piaf. Parecía probable que la muchacha que había sido recogida de las calles estuviese implicada en el asesinato, o supiese quién lo había cometido. Todo el asunto, su probada inocencia y los escandalosos titulares de primera página apenas disminuyeron su reputación, que iba en aumento. Durante la ocupación alemana de Francia, Mlle. Piaf desapareció de la vista pública. Podían oírla sólo en los cafés inaccesibles donde se reunía la resistencia. Los soldados norteamericanos la aclamaron como el verdadero espíritu de París. Les encantaba su voz profunda y tempestuosa, henchida de los acentos terrenales del pueblo; amaban la música y las palabras, que unían esperanzas eternas y congojas con la sórdida vida de la metrópoli. Escritores como Jean Cocteau la colmaron de elogios (él murió el mismo día que Piaf, poco después que le dijeron que su amiga había fallecido). En 1947 saltó al estrellato internacional cuando el film francés Étoile sans lumière (Estrella sin luz) se estrenó en Nueva York.

Sus apariciones americanas fueron una serie de triunfos. Causó sensación en el Versailles de Nueva York, uno de los más distinguidos clubs de la época, y obtuvo un éxito personal jamás alcanzado allí por ningún otro artista. Sus actuaciones posteriores, en el Playhouse, en Broadway, en el Carnegie Hall y otros auditorios fueron históricas. Su primera presentación europea de etiqueta fue una «petición especial» en el Chez Carrère, a solicitud de la entonces princesa Isabel de Inglaterra; fue la única aparición de la princesa en los clubs nocturnos de París. Y la única artista solicitada fue Edith Piaf.

Aparte de sus galas neoyorkinas, Piaf ofreció una serie de conciertos por los Estados Unidos; la crítica juzgó que no era una simple artista de variedades, sino una gran cantante. Aunque muchas de sus audiencias no entendiesen las palabras, ella les hacía entender el espíritu con la dramática intensidad de sus interpretaciones y su magnetismo personal. Sus actuaciones en Canadá fueron una prueba más ardua. Pero no cabía ninguna duda acerca del resultado. Como el Daily Star de Montreal publicó: «Si Mlle. Piaf obtuvo tales triunfos ante un público cuyo dominio del francés es moderado, ¿cuál no podría ser el efecto frente a una audiencia que no sólo habla su misma lengua, sino que comparte la misma herencia cultural y además conoce de memoria, por las grabaciones, cada canción, cada inflexión vocal de Edith Piaf?».

Era menuda de talla, apenas llegaba al metro sesenta. Se vestía con sobriedad, siempre de negro. Y aun así, sin glamour y sin el menor apoyo o efecto escénico, sabía crear toda una serie de conmovedores dramas. Sin ser hermosa, era irresistible. A falta de un barniz «cultivado» para el «arte del canto», poseía una voz que era cálida y vencía espontáneamente. Con su estilo mitad burlón, mitad gutural, nos transportaba de inmediato al París del que siempre había sido parte viva. Fue el espíritu de Francia, doliente pero toujours gai, valerosa en medio del sufrimiento, audaz e indomable.

 

De las notas al CD: Edith Piaf, The Early Years, Vol. 3, 1938-1945 (DRG), producido y supervisado por Jacques Canetti

 

Traducción de niki

viernes, 3 de abril de 2020

viento de cine — 13 — rueda no está




[En ocasiones, cuando el crítico de cine Óscar Rueda acudía, sin más remedio y por motivos de trabajo, a los festivales de Cannes, Berlín o Venecia, o a la entrega de los Oscars, o simplemente cuando deseaba tomarse unos días de asueto para olvidarse de sus paranoicos oyentes, lo sustituía en el programa «Viento de Cine» su colega Hipólito Guzmán, un joven bienintencionado y con espléndidas cualidades.]


—¿El señor Rueda?

—No. Soy Hipólito Guzmán.

—Ah, vaya... En realidad, yo quería hablar con Óscar.

—Bueno, puede intentarlo mañana u otro día.

—Entiéndame. No es que usted me caiga mal, qué va, creo que es usted un tío muy enterao. Pero para mí Óscar es, ¿cómo le diría?, un amigo. Lo siento más cercano. Usted, no se me enfade, me resulta demasiado intelectual, por así decirlo.

—Puede que tenga razón.

—Un poco pedante, pero vamos, no lo tome a mal. No vaya a creer que usted no me gusta. Aunque si tengo que elegir entre Óscar y usted, claro, ¡pues me quedo con Óscar!

—Lo entiendo perfectamente. Yo también me quedaría con él, si pudiera. A mí me pagan la mitad.

—No le veo la gracia. De todas formas, estoy encantado de haber charlado este ratito con usted.

—Lo mismo digo.

—No crea que le tengo tiña. Es sólo que esperaba hablar con Óscar, y luego, así de sopetón, va y se pone usted. Comprenderá que ha sido un shock.

—Por supuesto.

—Una pequeña desilusión; pero vaya, no me malinterprete. Usted me cae bárbaro. Sólo que Óscar me gusta más. Cada uno tiene sus preferencias. Sobre gustos no hay nada escrito.

—No tiene por qué disculparse. De todos modos, hay otros oyentes que están a la espera, y quizá alguno quiera hablar conmigo.

—No. Aguarde. No quiero colgar y que se quede con esa mala impresión. Tal vez le pueda entrar la depre. Me parece que tiene usted un carácter bastante sensible. Quiero estar absolutamente convencido de que no le han afectado negativamente mis palabras. ¿No estará celosillo de Óscar?

—¡Pero qué dice!

—Vaya, ya se me cabrea. Perdone, he formulado mal la pregunta. Entiéndame. Es que como Óscar tiene tanto éxito, y usted aburre a las moscas... ¡No se lo tome a mal! Era sólo un decir.

—¿Qué le parece si hablamos de cine?

—¡Ni soñarlo! Pero, ¿qué se ha creído? De eso, sólo hablo yo con Óscar. Usted es un imbécil. No le soporto. La verdad, ¡váyase al carajo!

Clock. 


Escrito por niki & Alan 

miércoles, 13 de noviembre de 2019

viento de cine — 12 — cuidado con la momia




[Jaime Salas, el implacable crítico teatral de «Viento de Cine», da noticia de un estreno reciente. ¿Le habrá gustado esta vez?]


—Díganos, don Jaime, ¿qué hay de nuevo por el mundo de la farándula?

—De nuevo, algo. De bueno, poco.

—Vaya, hombre, qué raro.

—Se acaba de estrgenar un bodrgio que lleva por título Cuidado con la momia.

—Obra subvencionada, supongo.

—Supone bien, señor Rgüeda.

—Es decir, otra basura que usted y yo pagamos. Y van... Dígame, ¿quién es el autor del engendro?

—Bueno, en rgealidad esto es una incógnita. Porque el crgeador, por llamarlo de alguna manera, consciente tal vez de la ínfima calidad del tejsto, ha querido ocultar su pergsonalidad vergdadera bajo el poco original pseudónimo de Juan Nadie. Pero en el mundillo los rgumores corrgen, y se dice que el enmascarado es uno de nuestrgos más rgeputados drgamaturgos, condecorado ya con todos los prgemios habidos y por haber: el mismísimo don Pedrgo de la Azotea, candidato al Nobel y al Olimpo de la inmorgtalidad literaria.

—No somos nada. ¿Y dice que de la obra no se salva ni una coma?

—Ni el apuntador. Fíjese qué disparate: tenemos, al comienzo, un beduino que gasta su escasa fortuna en una colección de turgbantes. Los turgbantes se queman en un incendio prgovocado por un maligno fakir. El beduino atrgaviesa el desiergto en peregrginación a La Meca. Se topa con un vendedor de turgbantes. Los rgoba y asesina al vendedor. Rgegresa a su ciudad, se casa, tiene una porgción de niños. El espíritu del vendedor de turgbantes, que lo pergsigue, secuestrga a los niños bajo el poder de una incantación. La esposa cae enfergma y muere. Todos los turgbantes están embrgujados. Envuelven al beduino y lo momifican. La momia rgecorrge la ciudad por las noches, buscando a sus hijitos, horrgorizando a las buenas gentes y cometiendo numerosos crgímenes, sobrge todo entrge el grgemio de los fakires. En este punto, indignado, me largué de la sala.

—Todo un derroche de imaginación. ¿Y eso que me ha contado cabe en las tablas de un teatro? ¡Si Lope y Calderón resucitasen!

—Hombrge, si Lope y Calderón rgesucitasen, los que están ahora se iban a engrgosar las listas del paro. Así que visto de ese modo...


Escrito por niki & Alan

miércoles, 16 de enero de 2019

viento de cine — 11 — going to the movies




[The cinema has no boundaries. It's a ribbon of dream. Orson Welles.]


(1)  Epítetos

—Dígame, Rueda: ¿Los siete magníficos?

—Magnífica.

¿El largo y cálido verano?

—Larga, y muy cálida.

¿El bueno, el feo y el malo?

—Buena... no... fea... no... mala.

¿El increíble hombre menguante?

—¡Obra maestra!

—¿Y no cree que va a menos?

—¡Obra maestra! Masterpiece! Chef d'oeuvre! Aggg... My heart, mon coeur! ¡Mi cor...!

—¿Qué dice? No entiendo ni flauers, pero es usted divertidísimo. Me encanta.


(2)  Psychokiller

—Verás, Óscar, es la primera vez que llamo.

—Pues bienvenido.

—Quería que me dieses tu opinión sobre algunas de mis películas favoritas.

—A ver.

¿Calibre criminal?

—¿Qué? Eso está en vídeo, ¿no?

—Sí.

—Nada, nada. No la conozco.

—Y, ¿El precipicio de los asesinos?

—Ni idea. ¿Todas son así?

Respira, muerto; Vamos a matarte antes del anochecer; Bloody Mary's Lover; Cool Clean Killer; Los colmillos de un oficinista; Viernes 13, Parte 12 + 1...

—¿Alguna más normalita?

Blood Simple.

—Pasable.

—O sea, una pasada, ¿no?

—Eso. A propósito, ¿tú qué edad tienes?

—¿Yo? Catorce.

— ¿Y qué piensas ser de mayor?

—No sé... Psychokiller! Pero mi padre quiere que antes estudie Derecho.


(3) Yo, Pep

—¿Recuerda Cleopatra?

—¡Inolvidable!

—¿Recuerda la secuencia de la entrada en Roma?

—¡Cómo no!

—¿Y la fila de esclavos portando sillares de pirámides entre sarcófagos y hojas de limo?

—Vagamente.

—¿Se acuerda del tercero por la cola, un muchacho de diecisiete años con cara de chico del Poble Sec?

—Ni idea.

—Pues ése era yo. ¡Yo, Pep Roca!


(4) Joya perdida

—Llamaba a ver si me puede decir una película que vi hará unos cincuenta años. Me gustó mucho. Era en blanco y negro.

—Sí, por aquel entonces casi todas eran en blanco y negro, y una infinita gama de grises... ¿Y no se acuerda usted de nada más? ¿Algún dato, algún intérprete?

—Muy poca cosa. Yo era una niña. Recuerdo que salía el puente de Brooklyn envuelto en la niebla.

—Pero eso es como si no recordara nada. El puente de Brooklyn sale en cientos de películas. Por mí, podría empezar, pero no sé cuándo acabaría.

—No, déjelo. Me parece recordar que había una pelea.

—¿Entre gangsters?

—¡Sí!

—¿Y una persecución con muchos tiros?

—¡Eso es, ya lo voy recordando!

—Y, al final, el chico se casaba con la chica, supongo.

—¡Sí, sí! ¡Ésa es la película! ¿Sabe cómo se titula?

—Ni idea.

—Bueno, gracias de todos modos. Adiós.

.........


—Acaba de llamar un oyente. La película a la que se refería esa señora era Los chicos de la ciudad, con Carole Lombard y Edward Fenech. A él le causó la misma impresión.


(5) Abadesa

—Señor Rueda, ¿qué opina de Los Diez Mandamientos?

—Maravilla de maravillas.

—¿Y de La Biblia?

—Superproducción grandiosa.

¿El evangelio según San Mateo?

—Sencillamente, obra maestra.

—Me agrada. Aunque debo añadir que su modo de expresión resulta muy singular, casi desconcertante.

—Hablo como pienso y pienso como hablo. Aunque, a veces, ni pienso lo que digo, ni digo lo que pienso.

—¿De veras? Soy la abadesa de un convento en Soria. Las hermanas se chiflaban con usted. Yo quería asegurarme de que el programa no atenta contra la moral.

—Madre abadesa, ¿podría aclararme una duda?

—Cómo no, hijo.

—¿Ha visto usted alguna película?

—Sí, una. Cuando era niña, los húngaros iban de pueblo en pueblo llevando el cinematógrafo... Trataba de un pobre gigante, que era a la vez monstruo y humano. Y finalmente sucumbía ante los hombres. Quede usted con Dios, señor Rueda.


Escrito por niki & Alan

domingo, 21 de octubre de 2018

viento de cine — 10 — insociable




[Warning: no sigan leyendo. O, según se advertía al principio de Citizen Kane: No Trespassing. Esto es «Viento de Cine».]


—Buenas noches, señor Rueda. Antes de nada, quería advertirle que soy tremendamente aburrido. Todo el mundo me dice que soy insoportable cuando me pongo pesado.

—Vaya, hombre.

—Además, soy increíblemente miedoso. Por eso le confesé lo anterior. Tengo verdadero pánico a que usted se ponga a mal conmigo; y si me cuelga, vamos, me entra la depre por un mes.

—Nada, valor y al toro.

—Es que ahí no acaba la cosa. Quiero que sepa, sobre todo, que soy algo estúpido. Vamos, un completo imbécil. Siempre me lo dicen.

 —¿Algo más?

—Sí. Aún no me conoce del todo. Ignora con lo que va a enfrentarse; y yo le quiero poner en antecedentes, para que esté sobre aviso, y luego no diga que no se lo advertí. Debe saber que soy un fracasado. No tengo estudios, ni ambiciones, ni nada. Lo único que hago prácticamente es ver la tele, para atontarme más y más. Estoy, la verdad sea dicha, como una regadera.

—Tiene usted un bajo concepto de sí mismo.

—Qué va, hombre, si a mí me gusta ser así. Me evito muchos problemas. Pero, por eso mismo, a veces, los demás me rechazan. ¿Quién quiere perder su tiempo hablando con alguien como yo? Todos me dicen que tienen prisa, hala, ya nos veremos luego. ¿Entiende?

—¿Y a todos les cuenta esto que me dice ahora?

—Sí. A todos. Me gusta poner a la gente en antecedentes, para que luego no se lleven la desilusión.

—¿Y no cree que siendo un poco más amable...?

—¡Qué dice! Odio ser amable. Yo soy maleducado, esquivo, insociable. La gente me repele. Yo me basto solito. En el fondo poseo mucho talento, y a veces hasta puedo ser agradable.

—Bueno, mire, hay tantos oyentes esperando...

—Lo sabía. Sabía que íbamos a llegar a este punto. No diga ni una palabra más. Es usted tan basura como el resto. Lo sabía. Sólo deseaba poner a prueba su paciencia. No me ha durado ni cinco minutos. Estoy en forma.


Escrito por niki & Alan

miércoles, 4 de abril de 2018

viento de cine — 9 — recuerda




[Los asombrosos conocimientos cinematográficos de Óscar Rueda se ponían de manifiesto en diálogos como el que sigue.]


—Señor Rueda, nunca olvidaré el día que mis padres me llevaron la primera vez al cine, ¡hace tantísimos años! Salí (de aquella sala oscura) ilusionada, feliz, dando brincos. Y, ahora, a veces me digo: ¿qué película sería?

—Cualquiera sabe. Yo la primera que vi fue La mula Francis.

—Algunas noches sueño con ella.

—¿Con la mula Francis?

—No, con la película de mi infancia. La paso en mi imaginación de principio a fin. Escucho nítidamente los diálogos. Y luego, al despertar, ya lo he olvidado todo.

—La cosa parece grave. Casi freudiana.

—Es un auténtico misterio.

—¿Y no tiene ninguna pista, por mínima que sea? De lo contrario, ni el propio Sherlock Holmes...

—Apenas si conservo una reminiscencia; un detalle ínfimo, insignificante. En mis sueños aparece siempre una moneda partida por la mitad.

La mitad de seis peniques.

—¿Qué?

—Ése es el título de la película.

—Portentoso. En un santiamén, ha resuelto el enigma de mi existencia.


Escrito por niki & Alan


domingo, 22 de octubre de 2017

listos para zarpar




Hoy leí en internet que yo había muerto. En Facebook. De los pocos amigos que tuve, poquísimos habían dejado sus condolencias en mi muro. La noticia me tomó por sorpresa. Siempre supe que, tarde o temprano, sucedería. Al instante de conocerla, sentí una enorme curiosidad. ¿Cómo había sido el desenlace? Las palabras de duelo permitían sólo entrever sentimientos de adiós y despedida. Desde el nuevo plano en el que me encontraba, era imposible indagar más; pues, a no ser por las notificaciones, ni siquiera me habría enterado. Habría seguido yendo a dar clases, a terapia y al médico sin saber que nada de eso tenía sentido ya, y que me había ido al fin de la tierra.

Mi primer impulso fue desmentir la noticia escribiendo en mi muro este lacónico mensaje:«Patraña». Sin embargo, tras recapacitar, me dije que quién era yo para hacer eso. El hecho había sido verificado mediante pruebas irrefutables por numerosos testigos que me conocían. Asumí que esas personas tenían razón, y que no debía obstinarme, sino más bien aceptar el cambio. Así que apagué el ordenador y me levanté del escritorio con la vaga idea de acudir frente a uno de los espejos de mi casa. Se me ocurrió que en él podría contemplar una de estas tres cosas: la nada, mi rostro de siempre, o uno mejor.

Busqué el del viejo armario de mi alcoba. Apareció el reflejo de mi cama, con su frazada naranja brillante y la biblioteca a sus espaldas; y esa lámina de la pared que ilustra unos pescadores en el lago Titicaca de Perú. Todo lo veía perfectamente, salvo mi rostro. Una fuerte luz parecía difuminarlo. No distinguía mi silueta, ni nada de lo que había pertenecido a mi cuerpo. Me moví de un costado a otro por ver si escapaba de la luz, sin éxito. Abrí la boca e intenté pronunciar unas palabras, pero no logré emitir sonidos precisos; tan sólo una especie de ronroneo que me subía por la garganta y acababa en mis labios.

Entonces sonó el teléfono de la mesilla. Aguardé a que diera tres llamadas y lo descolgué. Oí en silencio, a través del auricular, un ligero rumor de viento y olas. Más tarde, un pitido que daba fin a la comunicación desde el otro lado. Comprobé el número. Era el de mi casa en la costa, adonde había pensado ir a descansar el fin de semana. Solamente un vecino, una persona mayor que apenas salía, tenía otras llaves. Me aventuré a devolver la llamada y, de repente, una voz desconocida pronunció la frase:

 —Listos para zarpar.


Escrito por Anne Murphy Littlestone & niki

sábado, 7 de octubre de 2017

fantasmas




Los fantasmas o, como los llaman en irlandés, Thevshi o Tash (taidhbhse, tais), viven en un estado intermedio entre este mundo y el otro. Permanecen ahí retenidos por algún anhelo o afecto terrenal, o por alguna tarea no concluida, o por ira contra los vivos. «Te atormentaré» es una amenaza común; y se oyen frases como: «Lo atormentará, si hay algo de bueno en ella». Cuando una persona se lamenta mucho por un amigo muerto, un vecino le dirá: «Cállate, estás impidiendo que descanse»; o, en las Islas Occidentales, según Lady Wilde, le dirán: «Así despiertas al perro que vigila para devorar a las almas de los muertos». Se cree que quienes mueren de súbito se convierten, más comúnmente que otros, en fantasmas que rondan. Se ponen a mover los muebles y procuran atraer la atención de cualquier manera.

Cuando un alma ha abandonado el cuerpo, a veces se la llevan las hadas. He oído la historia de un campesino que una vez vio, sentados en una fortaleza feérica, a todos los que habían muerto durante años en su pueblo. Tales almas se consideran perdidas. Si un alma logra escapar a las hadas, puede que la atrapen los malos espíritus. Las almas frágiles de los niños se hallan especialmente en peligro. Cuando un niño pequeño muere, los campesinos del oeste rocían el umbral con sangre de gallina para que los espíritus se lleven la sangre.

Un fantasma está obligado a obedecer las órdenes de los vivos. «El mozo de cuadra, allá en casa de la señora G**», dijo un viejo aldeano, «se encontró a su amo vagando por el corral después que llevaba ya dos días muerto, y le dijo que se marchara a rondar por el faro; y ahí sigue, no lejos del mar, señor. La señora G** se puso muy furiosa a causa de ello, y despidió al mozo». ¡Pobre diablo de fantasma, en aquel faro solitario! Lady Wilde cree que sólo a los espíritus demasiado malos para el cielo y demasiado buenos para el infierno se les atormenta de ese modo. No pueden sino obedecer a alguien a quien perjudicaron.

La almas de los muertos, algunas veces, toman la forma de animales. Hay un jardín en Sligo donde el jardinero ve al antiguo propietario bajo la forma de un conejo. En ocasiones cobran forma de insectos, sobre todo de mariposas. Si ve usted a una revoloteando junto a un cadáver, es que se trata de un alma, y es signo de que ha entrado en la dicha inmortal. El autor de la Encuesta parroquial de Irlanda, 1814, oyó a una mujer decir a un niño que intentaba cazar una mariposa: «¿Cómo sabes que no es el alma de tu abuelo?». En la víspera de noviembre los muertos salen, y bailan con las hadas.

Al igual que en Escocia, se cree comúnmente en el espectro de los vivos. Si usted ve por la mañana al doble, o fantasma vivo, de un amigo, no acaece ningún mal; si lo ve de noche, es que está a punto de morir.


W. B. Yeats, Irish Fairy and Folk Tales


Traducción de niki

miércoles, 20 de septiembre de 2017

viento de cine — 8 — melodrama




[...]

—¿Señor Rueda?

—El mismo que viste (Yves Saint-Laurent) y calza (Martinelli). Dígame.

—En realidad, no hay nada concreto. Tan sólo sentía la necesidad de hablar con alguien.

—Me parece muy bien, pero esto es un programa de cine.

—Estoy abrumado por multitud de problemas. Mi familia me abandonó. Ahora estoy solo, ¿entiende? No quiero aburrirle con mis pequeñas miserias. Sólo tenía necesidad de oír una voz amiga. Esta noche he estado al borde del suicidio.

—Bueno, mire...

—No, no hace falta que diga nada. Me basta con sentir su presencia al otro lado del hilo telefónico; saber que, siquiera por unos breves momentos, está escuchando. ¿Me permite que le cuente la película de mi vida?

—Oiga...

—Tengo cuarenta años, los cuales han sido no más que un rosario de sufrimientos y congojas, de infinito dolor. A edad temprana quedé huérfano. Mi existencia miserable fue parecida a la de esos niños expósitos de las novelas de Carlos Dickens. Fui víctima de innombrables privaciones y fatigas. Carecí de cualquier tipo de educación. Las enfermedades se cebaron en mí. Y así, salvaje, idiota, débil de cuerpo y espíritu, me lanzaron a enfrentarme con el mundo. ¿Qué le parece?

—...

—Desgarrador, ¿no? Si le agobio mucho, no tiene más que decirlo; cuelgo, y aquí me quedo yo, solito con mi pena. Hice los trabajos más denigrantes; mi mujer me engañó con mi único amigo; perdí lo poco ahorrado durante muchos años de... ¿Señor Rueda?  ¿Está ahí? Me pareció que decía algo... Rueda, por Dios, ¡conteste! Esta tortura no me deja dormir... No puedo dormir. ¿Me oye usted, Rueda? ¡Dormir!

—...


Escrito por niki & Alan

lunes, 26 de junio de 2017

viento de cine — 7 — billy wilder & something in darkness




[Dos diálogos estelares (y expurgados) del archivo sonoro de «Viento de Cine»: la llamada de Billy Wilder; y el descubrimiento de un film revelador.]


(1)

—Mr. Rueda?

—Yes. It’s me. Are you English?

—I’m not English. I’m American. I call you from Hollywood.

—And... who are you?

—My name is Billy Wilder.

The Master! I can’t believe it... That’s wonderful! A pleasure...

—You are stupid. That’s all I wanted to say. Completely stupid. You are a burro.

—But... WHY? I admire you so much... You are one of my gods.

—And you are a poor man. I hate critics. And I hate you... Goodbye, little fool...


(2)

—Señor Rueda, ¿ha visto Something in Darkness?

—¿Qué? Eso no existe. O está en vídeo, para decirlo de otro modo.

—Es una película americana de los años treinta.

—¿Me toma el pelo?

—En absoluto. La vi de casualidad en un cine porno de Los Ángeles, porque el caso es que todas las estrellas de la época salen en pelotas. La cinta recoge una monumental orgía en Sunset Boulevard.

—¡Venga ya! ¿En cueros?

—Como le digo. Oiga, al verlos sin nada encima, todos esos mitos se me vinieron abajo. Te das cuenta de que son personas de carne y hueso, como tú y yo.

—Escuchemos a Frank Sinatra cantando «The Way You Look Tonight». Y usted no cuelgue, que tengo aún unas preguntas.


Escrito por niki & Alan




miércoles, 18 de enero de 2017

viento de cine — 6 — dos sombreros de copa & el jardín de los cilicios




[Uno de los invitados habituales del programa radiofónico «Viento de Cine» era el despiadado crítico teatral, señor Salas. Sus peculiaridades fonéticas, por ejemplo, para pronunciar la erre (lo cual, según decía, le había venido de perlas cuando estudiaba francés), lo hacían aún más entrañable. He aquí dos breves muestras de todo ello.]


(1)

—Dígame, señor Salas, ¿qué obra piensa tirarnos hoy por los suelos?

Dos sombrgeros de copa.

 —¡Cómo! ¡Vaya metedura de pata, tratándose de usted, el crítico más importante del país y parte del extranjero! Querrá decir, naturalmente, Tres sombreros de copa, del insigne don Miguel Mihura.

—No, señor Rgüeda. Digo bien y me rgeafirgmo: Dos sombrgeros de copa, y no más. Todo ello debido a la catastrgófica disposición visual de nuestrgos anfiteatrgos y a la sobrgealimentación de las nuevas generaciones.

—Explíquese, por favor.

—¿A usted nunca se le ha plantado delante un mocetón de esos que harían más servicio en una cancha de baloncesto que en un patio de butacas, erigiéndose imponente cual columna dórica? Total, que de los trges sombrgeros de Mihura, me quedo con dos, y grgacias. Casi casi, ni eso.

—Vaya por Dios. Pero bueno, ¿la obra se deja ver o sienta como un tiro?

—Yo me la conozco de memoria y me encanta. Pero no sabrgía juzgar íntegrgamente esta vergsión. Soy demasiado prgofesional para eso. Si al menos me prgeguntara por el cogote del tío que tenía delante...

—¿Y qué tal el cogote?

—Normalito.


(2)

—¿Señor Salas?

—Le oigo, señor Rgüeda.

—Díganos, ¿qué obra ha visto esta semana?

—Pues he visto El jargdín de los cilicios, un engendrgo (¡uf, qué palabrgeja!)...

—Y que lo diga.

—...perpetrgado por un insigne plantel de figuras de prgimera línea de nuestrgo teatrgo.

—A ver, explíqueme esa paradoja.

—Muy sencillo. El tejsto no se sostiene. No hay tejsto. La trgama brgilla por su ausencia. Apenas hay escenario, ni luces. Los actores suficiente tienen con salir cada noche ante un patio de butacas sempitergnamente desiergto.

—¿Nada más que añadir?

—Sí. Cabe hacer mención de una joven futura prgomesa de la escena que tiene un papel insuficiente, pero que apunta.

—Algo es algo. ¿Y cuál es su papel?

—Ya le digo que es la apuntadora. El tejsto es tan absurgdo y demencial que parece imposible que entrge en ninguna cabeza humana. Si no fuese por ella, lo poquísimo, poquísimo, que queda de espectáculo, se iría al trgaste.

—Entonces, ¿recomienda a nuestros oyentes que vayan?

—Que vayan si quieren hacer una obrga de caridad. Si no, que se queden en casa viendo la tele. ¡Aburggr!


Escrito por niki & Alan



jueves, 22 de diciembre de 2016

viento de cine — 5 — sintonía pastoral




[Esta historia verídica e increíble, desclasificada de los archivos secretos del añorado programa radiofónico «Viento de Cine», da fe de que la inimitable voz del crítico Óscar Rueda llegaba a los rincones más apartados, y a las criaturas más insospechadas, de Hesperia, de Hispania, o, por usar la hermosa y castiza imagen, de la piel de toro.]


(1)

Entre la fauna de oyentes del programa radiofónico «Viento de Cine», contábase un rebaño de vacas de un pueblecito leonés.

Desde que escuchaban «Viento de Cine», decía su amo, el señor Ordóñez, las vacas daban un litro de leche más (por término medio).

Antes de acostarse, el señor Ordóñez llevaba su viejo transistor al establo, y lo colocaba entre la paja. Ellas esperaban ansiosas el momento de sintonizar. Cuando lo veían aparecer, proferían histéricos mugidos de alegría.

—No sé cómo os puede gustar esa basura —solía decirles a las bestias el señor Ordóñez, quien aseguraba no escuchar nunca el programa.


(2)

Cierta noche, las vacas del pueblecito leonés se quedaron sin «Viento de Cine». El transistor había desaparecido misteriosamente.

El señor Ordóñez se frotaba los sesos, intentando hallar alguna solución al enigma.

Días después, una de las vacas cayó enferma. El señor Ordóñez llamó al veterinario, quien, tras un concienzudo examen, diagnosticó:

—Transistor en la barriga.

El señor Ordóñez reconstruyó mentalmente los hechos. La vaca, estirando un poco el hocico, había engullido el adorado transistor.

—Acérquese —dijo el veterinario—, y escuche. Esto es asombroso.

El señor Ordóñez arrimó la oreja al vientre de la vaca, y pudo distinguir la inconfundible voz de Óscar Rueda bramando desde los intestinos del animal:

—¡Sáquenme! ¡Sáquenme de aquí!

A partir de entonces, mucha gente acudía al establo para escuchar «Viento de Cine» a través de la tripa de una vaca. Según decían los paletos, era más chic.


Escrito por niki & Alan

miércoles, 12 de octubre de 2016

viento de cine — 4 — sensible




[Un filósofo dijo que éste es el mejor de los mundos posibles. Otro filósofo no estuvo muy de acuerdo. Un tercer filósofo dijo que, en realidad, éste es el peor de los mundos posibles, porque, si fuese sólo un poquito más malo, estallaría. Y eso es lo que le pasaba, en ocasiones, al inefable (no me atrevo a calificarlo de inolvidable) Óscar Rueda: que estallaba.]


—Antes de nada quiero decirte, Óscar, que tu espacio me parece magnífico. Una maravilla.

—Gracias.

—Y ahora paso a exponerte una pequeña queja. Verás, creo que a veces eres, ¿cómo decirlo?, un poquitín violento, irascible, con los oyentes. A mí hay veces que se me ponen los pelos de punta.

—Yo no me como a nadie, señora. Además, eso es la pimienta del programa.

—Pues a mí me atemoriza, te lo juro. Me imagino que soy uno de esos pobres oyentes vilipendiados...

—¡Pero si son ellos los que me torturan a mí! ¡Acaban con mi paciencia!

—Óscar... Baja el volumen, por favor. Padezco de taquicardia, y estas cosas me impresionan mucho.

—Lo siento. Es la bilis acumulada al pie del micrófono... Pido disculpas, pero hay que entender que este trabajo genera una tensión...

—Sí, pero...

—¡No me interrumpa! Mire, que me saca de mis casillas.

—No. Eso sí que no, por Dios.

—¡Entonces no me caliente! ¿Que grito mucho? ¡Pues mejor para mí! Yo le doy al cuerpo lo que me pide.

—¡Ay, Señor!

—¿Desea algo más?

—Quería comentarte no sé qué; unas cosas de cine. La verdad, ya ni me acuerdo. Tengo los nervios destrozados. Pero te repito que tu programa me parece una pesadilla, digo, una maravilla.

—Qué quería saber, que la respondo.

—Nada, nada. Voy a colgar ya.

—¡No me cuelgue, que la cuelgo!

—¡Ahhh...!

Clock.

—Queridos oyentes, escuchemos ahora «Tea for Two»; y ustedes no se preocupen, que a la viejecita ésa casi seguro que no le ha pasado nada.


Escrito por niki & Alan 

sábado, 30 de abril de 2016

viento de cine — 3 — tarugo




[El señor Rueda era una suerte de Frasier español, sólo que en su programa de radio conversaba con los oyentes, en principio, de cine. Entre llamada y llamada, sonaban melodías inmortales como «Anything Goes», «Cambalache» o «Yesterday».]


—Ayer fui al cine, señor Rueda. La peli no me gustó mucho. Quería saber su opinión. ¿Qué le parece esta peli?

—¿Qué peli?

—La que estuve viendo ayer.

—No sé de qué me habla.

—De una de la Gran Vía. No recuerdo el título. Es que yo, para eso de los títulos...

—¿Cuál era el argumento?

—¿El argumento...? Pues no sé.

—¿De qué iba la peli?

—Ah, de qué iba. Bueno, de tiros y puñetazos. Y de un montón de coches volando por los aires. Creo que ése era el argumento.

—Y una historia de amor.

—Sí. Lo de siempre. No sé. Para mí todas las pelis son iguales. Ya no sabe uno ni para qué va al cine. Para matar el rato, supongo. Déjelo. No se moleste. Si no sabe qué peli le digo, no importa. Ha sido usted muy amable.

—No, hombre. Deme más datos si quiere, y tal vez...

—No se moleste, le digo. Es igual. La verdad es que ya no me interesa. Me da igual, ¿entiende? Exactamente igual.

—¿Era Acorralado?

—¡Y dale! ¿No le estoy diciendo que lo deje? ¿No ve que no tengo ni idea? ¿Que soy un tarugo?

—Está bien. De acuerdo. ¿Algo más?

—No... Bueno, sí. Quiero que me diga qué le parece la peli que vi la semana pasada.

—¿Qué peli?

—La que vi la semana pasada. Una de la Gran Vía.

—¿Así que volvemos a lo mismo? Pues mire, señor Tarugo, creo que esa peli es un auténtico bodrio.

—A mí también me lo pareció. Todas las pelis son un bodrio. A veces pienso en usted y me pregunto: ¿cuántos bodrios no se habrá tragado el tío ése?


Escrito por niki & Alan

lunes, 7 de marzo de 2016

viento de cine — 2 — casablanca




[Una de las películas más comentadas en el programa radiofónico «Viento de Cine», presentado por el famoso crítico Óscar Rueda, era, inevitablemente, Casablanca. He aquí algunos ejemplos, nada memorables, registrados para la posteridad.]


(1)

—Señor Rueda, ¿ha visto usted Casablanca?

—¿Usted qué cree?

—Que sí, que la ha visto.

—Pues sí. La he visto.

—Gracias. Sólo era para asegurarme. Ya me quedo tranquilo. Anoche tuve una pesadilla. Soñé que usted no había visto Casablanca. Fue horrible.


(2)

—¿Sí, dígame?

—Buenas noches. Esto es una cinta pregrabada. Soy muy cortado. No quiero entrar en directo. A continuación, paso a exponerle mi pregunta. Desde que vio Casablanca, mi mujer no quiere hacer el amor conmigo. ¿Qué terapia nos aconseja?

—¿Cómo? ¿Está de guasa?

—No, no... Disculpe. Me he equivocado de sintonía. Acaban de decirme que esto es una chorrada sobre cine. ¿Sabe en qué emisora es el consultorio sexológico?


(3)

—Tócala, Óscar. Tócala.

—No entiendo.

—Tócala otra vez.

—¿A estas horas? Soy un hombre casado.

—Tócala, Óscar. Tócala para mí.

—¡Qué pesada! Bueno, pero sólo un cachito: «Cuando te veo, morena, / muy dentro del alma / un grito me escapa. / Y te diré hasta la muerte: / ¡Guapa, guapa y guapa!». ¡Olé!

—¿Recuerdas? Siempre tendremos Galapagar.


(4)

—Óscar, ¿has estado alguna vez en Casablanca?

—Nunca. Una vez estuve a punto de ir. Pero perdí el avión. Mi mujer se fugó con otro tipo.


(5)

—Señor Rueda, ¿cuál es el título original de Casablanca?

Casablanca.

—¿Y de El Dorado?

El Dorado.

—¿Y de Vértigo?

Vértigo.

—¿Y de Lolita?

Lolita.

—¿Y de ¡Viva Zapata!?

¡Viva Zapata!

—¿Y de Rain Man?

Rain Man.

—¡Bueno, pero qué pasa! ¿Es que ya no las traducen? ¿O se creen que todo el mundo sabemos inglés?


(6)

—¿No cree usted, señor Rueda, que si no fuese por unos míticos actores, un guión excelente, una música maravillosa y una fotografía genial, Casablanca sería un film flojito?

—Quizá.

—¿Y no cree usted que si no fuera por unos pésimos intérpretes, una dirección nefasta, un guión trasnochado, una música empalagosa y una fotografía de pastel-postal, El lago azul sería casi una obra maestra?

—Puede.

—Gracias. Sólo era eso. Adiós.

—Adiós.


(7)

—Señor Rueda, ¿qué le parece Casapanca?

—¿Casapanca?

—Sí, hompre. Ésa con Jampi Poga y Gri Pelma.

—¿Poga? ¿Pelma?

—¿Es que no la conoce? Pero si l’han echao un porrón de peces por la pele. Un pedorrama joliliputiense.

—¿Joliliputiense?

—¿Es usted el eco o un crítico de cine?

—Ah, ya caigo. Usted me pregunta, sin duda, por la mítica Casablanca, con Humphrey Bogart e Ingrid Bergman.

—Sí, supongo que será la pispa. ¿Qué tal es?

—Una opra paestra como la copa de un pino.


Escrito por niki & Alan

sábado, 5 de diciembre de 2015

viento de cine — 1 — zulú




[El señor Rueda tenía un programa radiofónico de cine, al que llamaban los oyentes para charlar, tanto de pelis, como de todo lo divino y humano. El señor Salas hacía comentarios y críticas de los estrenos teatrales.]


—Buenas noches, señor Salas.

—Muy buenas, señor Rgüeda. Aquí estamos, al pie del micrgófono.

—¿Para despotricar contra...?

—Pues contrga nadie. Hoy vengo, señor Rgüeda, completamente fascinado después de la magnífica función que acabo de prgesenciar. Se trgata, ni más ni menos, que de una vergsión de La vida es sueño a cagrgo de una compañía de orgigen zulú que ha venido por estos pagos con motivo del Festival de Otoño. La vergsión está interprgetada por nativos negros de una trgibu semisalvaje de caníbales africanos. La pureza del tejsto castellano creado por Calderón, desde luego, se pierde; lo que llega a nuestrgos incrgédulos oídos no es sino una cadena inconexa de sonidos guturales, propia del habla de esas ejstrgañas gentes. Pero si el tejsto se nos escatima, en cambio se nos devuelve en toda su pureza y autenticidad el significado de la obrga, toda la prgoblemática calderoniana que llevábamos siglos ignorando o malentendiendo aquí. Pues han tenido que ser estos zulús quienes han tenido que venir a ejsplicarnos a nuestrgo clásico y a enmendargnos la plana una vez más, señor Rgüeda.

—Bueno, bueno, señor Salas, si usted lo dice... Pero mire que a mí eso de los zulús... Vamos, que no le veo demasiado glamour a la cosa.

—Hombrge, el espectáculo se inspira en una concepción vanguargdista y a la vez prgimitivista de la escena, pues, como acabo de decir, los actores son indígenas sacados de la selva ejs-profeso para la función. En suma, un espectáculo que, prgescindiendo de Calderón por medio, es cuando menos curioso de contemplar. ¡Ah, y una advergtencia! Los negrgitos, se rgumorgea, eligen a un espectador de entrge el público para merendárgselo trgas la rgeprgesentación. Yo invité a mi suegrga, pero no hubo suergte.


Escrito por niki & Alan