domingo, 22 de octubre de 2017

listos para zarpar




Hoy leí en internet que yo había muerto. En Facebook. De los pocos amigos que tuve, poquísimos habían dejado sus condolencias en mi muro. La noticia me tomó por sorpresa. Siempre supe que, tarde o temprano, sucedería. Al instante de conocerla, sentí una enorme curiosidad. ¿Cómo había sido el desenlace? Las palabras de duelo permitían sólo entrever sentimientos de adiós y despedida. Desde el nuevo plano en el que me encontraba, era imposible indagar más; pues, a no ser por las notificaciones, ni siquiera me habría enterado. Habría seguido yendo a dar clases, a terapia y al médico sin saber que nada de eso tenía sentido ya, y que me había ido al fin de la tierra.

Mi primer impulso fue desmentir la noticia escribiendo en mi muro este lacónico mensaje:«Patraña». Sin embargo, tras recapacitar, me dije que quién era yo para hacer eso. El hecho había sido verificado mediante pruebas irrefutables por numerosos testigos que me conocían. Asumí que esas personas tenían razón, y que no debía obstinarme, sino más bien aceptar el cambio. Así que apagué el ordenador y me levanté del escritorio con la vaga idea de acudir frente a uno de los espejos de mi casa. Se me ocurrió que en él podría contemplar una de estas tres cosas: la nada, mi rostro de siempre, o uno mejor.

Busqué el del viejo armario de mi alcoba. Apareció el reflejo de mi cama, con su frazada naranja brillante y la biblioteca a sus espaldas; y esa lámina de la pared que ilustra unos pescadores en el lago Titicaca de Perú. Todo lo veía perfectamente, salvo mi rostro. Una fuerte luz parecía difuminarlo. No distinguía mi silueta, ni nada de lo que había pertenecido a mi cuerpo. Me moví de un costado a otro por ver si escapaba de la luz, sin éxito. Abrí la boca e intenté pronunciar unas palabras, pero no logré emitir sonidos precisos; tan sólo una especie de ronroneo que me subía por la garganta y acababa en mis labios.

Entonces sonó el teléfono de la mesilla. Aguardé a que diera tres llamadas y lo descolgué. Oí en silencio, a través del auricular, un ligero rumor de viento y olas. Más tarde, un pitido que daba fin a la comunicación desde el otro lado. Comprobé el número. Era el de mi casa en la costa, adonde había pensado ir a descansar el fin de semana. Solamente un vecino, una persona mayor que apenas salía, tenía otras llaves. Me aventuré a devolver la llamada y, de repente, una voz desconocida pronunció la frase:

 —Listos para zarpar.


Escrito por Anne Murphy Littlestone & niki

2 comentarios:

Loli dijo...

Hola niki! Gracias por publicar este cuento que escribieron Anne y vos!

te mando un beso grande!

niki dijo...

Gracias a ti, Loli.

Lo releí anoche y pensé que estaba bien.

Kisses from Madrid.