Don Quijote y Sancho Panza
Ilustración de Mingote
Un hombre bajo, con vozarrón y barba de chivo, empezó la lectura del
Quijote.
Entre la concurrencia silenciosa, nadie había reparado en un muchacho de hasta dieciséis años de edad, con el pelo azul y un pendiente de plata. Se llamaba David, pero eso importa poco a nuestro cuento.
Dos razones suficientes (la pereza y un periódico) lo condujeron a aquella sala abarrotada de «distintas personalidades del mundo de la cultura y la política». No había tenido tiempo de leer el
tocho. Y, aunque le habían pasado tres o cuatro vídeos de la serie, sus posibilidades en el examen eran casi nulas. El cielo se abrió de repente para él: un artículo en EL PAÍS anunciaba la lectura pública de la gran obra, a lo largo de dos jornadas, en el Círculo de Bellas Artes.
Bien podía gastar cuarenta y ocho horas, se dijo, en que le leyeran el
Quijote. Esas cuarenta y ocho horas le parecían un regalo. Había juzgado, considerando a solas en su habitación el lomo del libro, que leerlo no sería tarea ardua: bastaría para ello con ser inmortal.
El de la barba de chivo cedió la antorcha, y otro la recogió. Los lectores, famosos o anónimos, subían al estrado y bajaban, prestando voces diversas al río de la obra.
«Qué bien lee», oía a veces el muchacho; o «Qué mal recita, qué horror».
La lectura iba jalonada de palabras misteriosas, y el eco las transformaba en sonidos recios o delicados: cristel, horcajadura, adarga, tercería, aljamiado. Nuestro castellano fue una vez una lengua rica. ¿No habría sido buena idea leer las notas a pie de página, aun a costa de emplear otra jornada?
El muchacho se esforzaba por comprender, pero cierta actriz de rostro agraciado podía distraerlo, y entonces perdía la cuenta del yelmo de Mambrino y el asno de Sancho; y no recordaba si la cueva de Montesinos era sueño o verdad.
Un poeta no consagrado, un militar en la reserva y un hombre de la calle mirábanse de soslayo y lidiaban por leer el discurso de las Armas y las Letras. Se adelantó y venció el hombre de la calle.
A medida que avanzaba la historia, el muchacho olvidaba los episodios. Del eterno diálogo entre caballero y escudero, conservaba como talismanes los repetidos apóstrofes:
amigo Sancho, Vuesa Merced.
La invención y la fuerza, en los pasajes memorables, hacían decir a un rostro inteligente: «Cervantes lo escribió; yo, ya no podré». En los lugares anodinos y ante las ocurrencias infelices, el mismo rostro parecía afirmar: «Cervantes, a veces, también dormía».
Así llegó la noche segunda, con luna blanca sobre la ciudad. Leyóse la última frase, y la lectura pública del
Quijote terminó entre aplausos y felicitaciones.
David abandonó el Círculo de Bellas Artes pensativo y solo.
Su profesor, un caballero (según lo veía él ahora) de figura triste, les había dicho que privarse de leer el
Quijote era como someterse a una especie de extraño ascetismo. Él se había sometido a otro más extraño aún: asistir, durante cuarenta y ocho horas, al vario y confuso recitado de la obra.
Cuando llegó por fin a casa, no tenía sueño. Encerróse en su habitación y contempló el volumen blanco, con las figuras pintarrajeadas del caballero y el escudero, y los molinos al fondo. Abrió el libro por el mote
Post Tenebras Spero Lucem, la Tasa y la Dedicatoria, y empezó a leer.
Un cuento de niki