miércoles, 13 de enero de 2010
una expedición concluyente
Fragmento del Diario de Edelmiro B-K-EZ, planeta Gamma Variada, año 2564 de la Era Global Indefinida, 32 del mes de Cocaclero, 43.25 horas
A lo largo de mis innumerables expediciones interplanetarias, me di cuenta, a la corta, de que los así llamados Entes Inteligentes (para distinguirlos con alguna razón plausible de los denominados Entes Tontos), pese a la creencia común e infundada, no son los mismos en todos las Puntos y Sectores de las galaxias.
Quiero decir –ignoro si me expreso bien– que, llegado el caso, los Entes Inteligentes pueden ser, en el fondo, diferentes. Ahora me parece que debe de haber quedado claro del todo.
A fin de apoyar esa caprichosa reflexión filosófica, voy a describir mi encuentro con el curioso e inverosímil pueblo de los zaraganes, que se asentó en este diminuto planeta, Gamma Variada, hace tan sólo unos pocos billones de años globales.
El pueblo del pueblo de los zaraganes se llama Zaraganes, lo cual me asombró cuando lo supe, si bien hoy me importa un bledo. Tras gammizar, fui (en mi opinión) excesivamente bien recibido por el alcalde, un gordo verborrágico que enseguida quiso llevarme a recorrer los principales puntos y sectores de interés de Zaraganes. Pero desgraciadamente, añadió, aún no había puntos y sectores de interés. Por tanto, sólo vimos la plaza mayor, donde se alzaba un horrible busto de Hermenegildo Zaraganes, fundador del pueblo, figura mítica y dios tutelar de los zaraganes.
Decidí no quedarme mucho tiempo. El tiempo es precioso, incluso en esta Era Global Indefinida, donde estamos a un palmo de alcanzar la inmortalidad.
Me alojé en el modesto Hotel Lucero, de tres galaxias, desatendido por sus dueños, pero que se encontraba a pocas cuadras de cualquier sitio. La dueña me aconsejó visitar la fuente de los Gozos, una fuente natural muy próxima, apenas a trescientos y pico kilómetros del pueblo.
–Me figuro que con su cacharro espacial puede llegar allí en unos segundos –dijo de modo displicente.
–No es un cacharro –corregí–, sino una nave.
–Aquí los llamamos cacharros –sentenció la dueña, con cara de pocos amigos.
Los zaraganes vigilan celosamente, día y noche, la fuente de los Gozos, sin otro motivo al parecer que pedir a cambio de la visita alimentos, ropa o algún libro que no tenga más de cien páginas. Aquella tarde asomaban dos soles por detrás del cerro principal, auspiciando un hermosa luz para contemplar la fuente de los Gozos. Los libros que llevaba conmigo no bajaban de las 1.500 páginas; además, eran ediciones valiosas y me costaba desprenderme de ellos. Opté por llevar a los solícitos zaraganes un frasco de sal y un poncho de alpaca que conservaba de un invierno pretérito en cierto planeta deshabitado. Me despedí de la zafia dueña y subí a mi nave dispuesto a conocer sin dilación la famosa fuente.
Al llegar al sitio, me informaron de que la fuente de los Gozos ya no existía; se había secado en tiempos de la fundación. Fingí un moderado desencanto. Sin embargo, los vigilantes continuaban guardando el lugar por ver si la fuente brotaba de nuevo, o simplemente para recibir aquellos magros obsequios. Mi viejo poncho los llenó de ilusión, jamás habían visto uno; lo colgaron de una rama de abedul y se prosternaron ante él. Luego vertieron la sal sobre la tierra. Era el momento del atardecer; los dos soles cárdenos se hundían tras las montañas. Los Antiguos Seres Necios de quienes hablan las crónicas electromagnéticas habrían aprovechado, sin duda, para ejercitar el fenecido arte de la fotografía.
Me pregunté si el pueblo de los zaraganes no sería el último reducto inviolado de aquella raza, los descendientes postreros de los Antiguos Seres Necios. Entre los zaraganes nada parecía existir en el presente indefinido: cualquier cosa aún no era, o ya había dejado de ser.
Y, sin embargo, la Junta Clasificadora Panuniversal incluyó en tiempos inmemoriales a los zaraganes entre los Entes Inteligentes, y les otorgó el correspondiente certificado. Durante la cena con el alcalde, que me había invitado cortésmente a su arreglado cubículo, expresé mis dudas y temores, y fui abiertamente inquisitivo.
–Los zaraganes hacemos lo que nos da la gana –dijo el alcalde, sonriendo.
No logré captar las profundas implicaciones de aquella afirmación.
–¡Cariño, recoge los platos! ¡Y saca de paseo a Toby-B! –chilló la mujer del alcalde desde la cocina.
–¿Ve lo que le digo? Como el más zaragán de los zaraganes, voy a recoger esos platos y a sacar de paseo al perro. Pero sólo porque me da la gana.
Se me ocurrió redactar un informe secreto, dirigido a la Junta Clasificadora Panuniversal. Era eminentemente necesario reclasificar a los zaraganes entre los Entes Tontos.
El alcalde volvió de pasear al perro.
–Los zaraganes somos felices porque nadie nos dice lo que tenemos que hacer –explicó, mientras encendía su pipa y la tele.
Deseché la idea del informe. Los zaraganes no eran Entes Tontos, eran los filósofos más esclarecedores de las galaxias, una rara avis en vías de extinción. Había que protegerlos, y empecé a darme cuenta de que yo mismo me estaba convirtiendo en un zaragán, un zaragán de pro, orgulloso de serlo.
El segundo atardecer de mi visita caminé por la playa y vi a un niño que estaba haciendo un agujero. El niño me dijo que pretendía introducir toda el agua del mar en aquel pequeño agujero.
–¿Y cómo lo conseguirás?
–Muy sencillo. Cierro los ojos, luego los abro. Y sé que el mar era mi agujero, y este agujero era el mar.
Me asombró la sagacidad de aquel infante.
Los dos soles cárdenos se hundían bajo la línea del horizonte. Por mis mejillas resbalaron innumerables Pequeñas Gotas Saladas. Aparqué el cacharro junto a la ribera.
Había decidido interrumpir mis continuos viajes interplanetarios y pasar una larga estancia junto al insólito pueblo de los zaraganes…
Un cuento de niki
Thanks to Anne Murphy Littlestone for her collaboration
Foto: El valle encantado, Patagonia, Argentina
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