lunes, 26 de octubre de 2009
el sueño de shelley
Portrait of Shelley writing Prometheus Unbound
Joseph Severn
(Keats-Shelley Memorial House, Rome)
Shelley estaba siempre leyendo; a la hora de comer tenía un libro a su lado, abierto sobre la mesa. El té y las tostadas podían caer en el olvido muchas veces, su autor apenas; el cordero con patatas podía enfriarse; su interés en una obra, nunca. Salía invariablemente con un libro en la mano, leyendo para sí mismo si se encontraba a solas; y si lo acompañaba alguien, leyendo en voz alta. Se llevaba un volumen a la cama, y leía tanto tiempo como le durase la vela; luego se dormía –impacientemente, sin duda– hasta que llegaba la luz, y retomaba la lectura nada más amanecer. A consecuencia de esta prolongada vigilia, y de esas lecturas casi incesantes, en muchas ocasiones le vencía el sueño durante el día, y se quedaba dormido enseguida, como un niño. A menudo se dejaba ir en silencio de la silla al suelo, y dormía profundamente sobre la alfombra, y en invierno sobre el tapete, deleitándose con el calor igual que un gato; y lo mismo que un gato, se tostaba la cabeza redonda y pequeña al resplandor del fuego. Si alguien, humanamente, cubría su pobre cabeza para protegerlo del calor, él, mientras dormía, apartaba con impaciencia aquello que lo cubriese.
Southey era adicto a leer sus terribles poemas épicos –antes que fueran impresos– a cualquiera que pareciese una víctima propicia para ese experimento cruel. Pronto puso los ojos en el recién llegado y un día, tras abordar a Shelley, inmediatamente lo encerró a buen recaudo en un pequeño estudio del piso superior, cuidándose de cerrar la puerta tras de sí y su prisionero, y guardándose la llave en el bolsillo del chaleco. Había una ventana en la habitación, cierto es, pero a tan gran altura del suelo que el mismísimo Barón Trenck no se hubiese valido de ella. «Ahora va usted a disfrutar», dijo Southey; «pero, siéntese». El pobre Bysshe suspiró, y tomó asiento junto a la mesa. El autor se sentó enfrente, y colocando su MS. sobre la mesa, delante de él, empezó a leer con lentitud y claridad. El poema, si no me equivoco, era “La maldición de Kehamah”. Encantado de su propia composición, el maravillado autor prosiguió la lectura, variando el tono de voz ocasionalmente con objeto de señalar los pasajes más hermosos e invitar al aplauso. Pero no había alabanza, ni crítica; sólo silencio. Esto resultaba extraño. Southey alzó los ojos del MS. primorosamente escrito: Shelley había desaparecido. Esto era aún más extraño. No había escapatoria posible; toda precaución había sido tomada y, sin embargo, se había esfumado. Shelley, sin hacer ruido, se había deslizado de la silla al suelo, y el joven vándalo insensible yacía enterrado bajo la mesa, sumido en profundo sueño.
Thomas Jefferson Hogg, The Life of Shelley
Traducción de niki
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