[...]
—¿Señor Rueda?
—El mismo que viste (Yves Saint-Laurent) y calza (Martinelli). Dígame.
—En realidad, no hay nada concreto. Tan sólo sentía la necesidad de hablar con alguien.
—Me parece muy bien, pero esto es un programa de cine.
—Estoy abrumado por multitud de problemas. Mi familia me abandonó. Ahora estoy solo, ¿entiende? No quiero aburrirle con mis pequeñas miserias. Sólo tenía necesidad de oír una voz amiga. Esta noche he estado al borde del suicidio.
—Bueno, mire...
—No, no hace falta que diga nada. Me basta con sentir su presencia al otro lado del hilo telefónico; saber que, siquiera por unos breves momentos, está escuchando. ¿Me permite que le cuente la película de mi vida?
—Oiga...
—Tengo cuarenta años, los cuales han sido no más que un rosario de sufrimientos y congojas, de infinito dolor. A edad temprana quedé huérfano. Mi existencia miserable fue parecida a la de esos niños expósitos de las novelas de Carlos Dickens. Fui víctima de innombrables privaciones y fatigas. Carecí de cualquier tipo de educación. Las enfermedades se cebaron en mí. Y así, salvaje, idiota, débil de cuerpo y espíritu, me lanzaron a enfrentarme con el mundo. ¿Qué le parece?
—...
—Desgarrador, ¿no? Si le agobio mucho, no tiene más que decirlo; cuelgo, y aquí me quedo yo, solito con mi pena. Hice los trabajos más denigrantes; mi mujer me engañó con mi único amigo; perdí lo poco ahorrado durante muchos años de... ¿Señor Rueda? ¿Está ahí? Me pareció que decía algo... Rueda, por Dios, ¡conteste! Esta tortura no me deja dormir... No puedo dormir. ¿Me oye usted, Rueda? ¡Dormir!
—...
Escrito por niki & Alan