Retrato de Marcel Schwob
Paul Boyer
EMPÉDOCLES
SUPUESTO DIOS
Nadie sabe cuál fue su nacimiento, ni cómo vino a la tierra. Apareció junto a las orillas doradas del río Acragas, en la bella ciudad de Agrigento, un poco después del tiempo en que Jerjes mandó azotar al mar con cadenas. La tradición refiere solamente que su abuelo se llamaba Empédocles: ninguno lo conoció. Sin duda, hay que inferir de ello que era hijo de sí mismo, como conviene a un Dios. Pero sus discípulos aseguran que antes de recorrer en su gloria las campiñas de Sicilia había pasado ya cuatro existencias en nuestro mundo, y que había sido planta, pez, pájaro y muchacha. Vestía un manto púrpura sobre el cual caían sus largos cabellos; llevaba alrededor de la cabeza una banda de oro, en los pies sandalias de bronce y se ornaba con guirnaldas trenzadas de lana y laureles.
Sanaba a los enfermos mediante la imposición de manos y recitaba versos al modo homérico, en acentos pomposos, subido a un carro y con la cabeza mirando al cielo. Una gran muchedumbre lo seguía y se inclinaba ante él para escuchar sus poemas. Bajo el cielo puro que ilumina los sembrados de trigo, los hombres acudían de todas partes a Empédocles con los brazos cargados de ofrendas. Él los dejaba boquiabiertos ensalzando la bóveda divina, hecha de cristal, la masa de fuego que llamamos sol y el amor, que lo contiene todo, semejante a una vasta esfera.
Todos los seres, decía, no son más que trozos desunidos de esa esfera de amor donde se introdujo el odio. Y lo que llamamos amor es el deseo de unirnos y fundirnos y confundirnos, tal y como estábamos antes, en el seno del dios globular que la discordia ha quebrado. Imaginaba el día en que la esfera se hincharía, después de todas las transformaciones de las almas. Pues el mundo que conocemos es obra del odio, y su disolución será obra del amor. Así cantaba él por las ciudades y los campos; y sus sandalias de bronce procedentes de Laconia tañían a su paso, y delante de él resonaban los címbalos. Sin embargo, de la boca del Etna brotaba una columna de humo negro que arrojaba su sombra sobre Sicilia.
Semejante a un rey del cielo, Empédocles iba envuelto en púrpura y ceñido de oro, mientras que los pitagóricos se arrastraban en sus delgadas túnicas de lino, con calzados hechos de papiro. Se afirmaba que sabía eliminar la legaña, disolver los tumores y quitar los dolores de los miembros; le suplicaban que hiciera cesar las lluvias y los huracanes; conjuró a las tempestades sobre un círculo de colinas; en Selinonte, expulsó la fiebre haciendo verter dos ríos en el lecho de un tercero; y los habitantes de Selinonte lo adoraron y le erigieron un templo, y acuñaron medallas en las que su imagen estaba colocada frente a la imagen de Apolo.
Otros presumen que fue adivino e instruido por los magos de Persia, que poseía la nigromancia y la ciencia de las hierbas que hacen enloquecer. Un día, mientras cenaba en casa de Ankhitos, irrumpió en la sala un hombre furioso con las espada en alto. Empédocles se puso en pie, tendió el brazo y cantó los versos de Homero acerca del nepente que otorga insensibilidad. Y enseguida la fuerza del nepente dominó al furioso y se quedó inmóvil con la espada en el aire, olvidado de todo, como si hubiera bebido el veneno dulce mezclado en el vino espumoso de una crátera.
Los enfermos acudían a él a las afueras de las ciudades y lo rodeaba un gentío de miserables. Algunas mujeres se unieron a su séquito. Besaban los faldones de su manto precioso. Una de ellas se llamaba Panthea, hija de un noble de Agrigento. Iba a ser consagrada a Ártemis, pero huyó lejos de la fría estatua de la diosa y ofreció su virginidad a Empédocles. Nadie advirtió en ellos los signos del amor, pues Empédocles guardaba una insensibilidad divina. No profería palabras más que en metro épico y en dialecto de Jonia, aunque el pueblo y sus fieles sólo hacían uso del dórico. Todos sus gestos eran sagrados. Cuando se acercaba a los hombres era para bendecirlos o sanarlos. La mayor parte del tiempo permanecía silencioso. Ninguno de quienes lo seguían pudo jamás sorprenderlo entregado al sueño. No se le veía sino majestuoso.
Panthea se vestía de fina lana y oro. Tenía el cabello arreglado a la rica moda de Agrigento, donde la vida transcurría plácidamente. Se sujetaba los senos con un estrobo rojo y la suela de sus sandalias estaba perfumada. Por lo demás, era hermosa y alta de cuerpo, y de tez muy deseable. Es imposible asegurar que Empédocles la amase, pero tuvo piedad de ella. En efecto, el soplo asiático engendró la peste en los campos sicilianos. Muchos hombres resultaron alcanzados por los dedos negros de la plaga. Hasta los cadáveres de las bestias tapizaban el borde de las praderas, y veíanse aquí y allá ovejas sin pelo, muertas, con la boca abierta al cielo y las costillas salientes. Y Panthea languideció a causa de esta enfermedad. Cayó a los pies de Empédocles y ya no respiraba. Los que la rodeaban alzaron sus miembros rígidos y los bañaron con vino y plantas aromáticas. Desataron el estrobo rojo que aferraba sus jóvenes senos y la envolvieron en vendas. Y su boca entreabierta estaba sujeta por una ligadura, y sus ojos hundidos no veían ya la luz.
Empédocles la observó, se quitó el círculo de oro que le ceñía la frente y se lo puso a ella. Colocó sobre sus senos la guirnalda del laurel profético, cantó versos desconocidos sobre la migración de las almas y le ordenó por tres veces que se levantase y andara. La muchedumbre estaba sobrecogida de temor. A la tercera llamada, Panthea salió del reino de las sombras y su cuerpo se animó y se puso en pie, enrollado completamente en las vendas funerarias. Y el pueblo vio que Empédocles era evocador de muertos.
Pysianacte, padre de Panthea, acudió a adorar al nuevo dios. Se dispusieron mesas bajo los árboles de su campiña, a fin de ofrecerle libaciones. A ambos lados de Empédocles, algunos esclavos sostenían grandes antorchas. Los heraldos proclamaron, igual que en los misterios, el silencio solemne. De repente, en la tercera vigilia, las antorchas se apagaron y la noche envolvió a los adoradores. Una voz fuerte llamó: «¡Empédocles!». Cuando la luz se hizo, Empédocles había desaparecido. Los hombres no volvieron a verlo.
Un esclavo asustado refirió que había visto un trazo rojo surcar las tinieblas en dirección a la cima del Etna. Los fieles escalaron las pendientes estériles de la montaña al resplandor sombrío del alba. El cráter del volcán vomitaba un haz de llamas. Encontraron, sobre el brocal poroso de lava que rodea al abismo ardiente, una sandalia de bronce trabajada por el fuego.
Marcel Schwob,
Vies imaginaires
Traducción de niki